El centinela sigue con la vista
la cabalgata roja de la tarde.
Después se instala en él
un silencio febril;
se posa, con la misma
densidad del deseo,
la longitud perfecta de la noche,
esa distancia opaca
en que el tiempo se hincha, renegrido,
tumefacto recuerdo de algún golpe,
de una caída sorda desde el sueño
hasta este puesto de hombre en el que espera.
En la calma el soldado
carga su soledad como de muerto
a quien nadie dirige la palabra
ni espera que responda
(el verbo da la espalda
al que queda despierto,
no lo acompaña en el sopor del símbolo),
y escruta un horizonte sin línea divisoria,
de pez y canto herméticos.
Mientras vela su miedo
ansía la señal de un enemigo,
un ojo que lo mire,
aunque sea apuntando a su cabeza.
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