lunes, 7 de diciembre de 2009

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Yo me reía
de todas las señales del destino.
Tú tenías un dios. Yo, sin saberlo,
comencé a adorar
a un ídolo que había protegido
a multitud de corazones bárbaros.
Pensé que era una broma, como el mundo,
hasta que... Hasta que nada
me dijo que estuviese equivocado.
El frío de septiembre
entró en octubre, y empleó mis huesos
como amplificador de su potencia.
Tus besos entornaron mi ansiedad
e hicieron malabares con mis miedos
hasta hacerme sentir que los temblores
de mi tálamo óptico amainaban.
El único dios bueno, me dijiste
(o leí entre las líneas de tu mano),
es aquel que responde a las plegarias
que no salieron nunca
de los labios de nuestros subconscientes.





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